José Antonio Roche fue un amigo entrañable. Compañero en la universidad. Hermano en la vida. Se fue y lo estaba esperando, lo sabía, y mucho me apena.
Estudioso y trabajador incansable. La vida le jugó una mala pasada, siendo tan joven, cuando aún le quedaba mucho para dar.
Recuerdo los días en la Facultad de Filología, donde hicimos juntos la licenciatura en periodismo. Los dos siempre estábamos corriendo. Y venía desde Sancti Spíritus, él de su trabajo, de casa de una tía, de una amiga, de cualquier parte.
Y repasábamos juntos los textos, a última hora. Muchas veces, fuimos hasta su casa de entonces, con otros compañeros también, y preparábamos un almuerzo rápido, ligero, para seguir estudiando contra el tiempo.
Y contra el tiempo vivió.
Quiero recordarlo aún saludable, o aparentemente saludable, corriendo detrás de mí en la subida de Bohemia, lanzándome aquel piropo cariñoso, el de siempre, el más amable y delicado de “siempre tan joven y bella”.
Se fue, y aunque su imagen se mantenga de cuando en cuando en la pantalla del Canal Habana, ya solo será su espíritu. A las comunicaciones y la telefonía también se le fue un amigo.
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