Volar sobre árboles y agua dulce
Después que pasan alrededor de dos horas desde que el avión despegó de Ciudad Panamá, si su destino es Manaos, usted volará sobre las copas de árboles inmensos o del caudaloso cauce del río Amazonas y sus remansos.
Es una visión paradisíaca que quise atrapar para siempre, mantener en mi recuerdo porque nunca antes había tenido el privilegio de ver de cerca “a tantos metros que es imposible definir cada planta” un paisaje semejante. No por gusto el Amazonas es conocido internacionalmente como el pulmón del planeta.
Mi destino era Manaos, no para hacer turismo sino para vivir la experiencia de 45 cubanos, que formando parte de un Programa Plurianual de Prevención y Control de la Malaria trabajan, algunos desde hace varios años, otros sólo uno, en esa gran batalla multifactorial por aliviar el sufrimiento de los amazonenses.
Felizmente el viaje fue tranquilo, aunque la lluvia intensa me impedía hacer fotos desde mi asiento al lado de la ventanilla del avión. La nubosidad era intensa, por momento sentíamos el corcoveo que reproduce cuando la aeronave se introduce en una ligera tormenta. No sentí miedo.
Aún llovía cuando nos acercamos al aeropuerto de destino. Se me hicieron más cercanos los árboles y el río –por momentos no sabes si es mar o río, depende de la vista que alcances desde tu puesto- y pude detallar la vegetación tupida, siempre verde de la selva tropical.
Entonces, comencé a pensar en los animales salvajes y peligrosos; en las tantas veces que mis seres más queridos me habían advertido que usara siempre botas, pantalones ajustados dentro de ellas, camisas de mangas largas para protegerme del sol.
Mas, no tuve mucho tiempo. La pista de aterrizaje estaba frente a mí y decepcionada miré al colega más cercano. No hay asfalto, la cerca alambrada tan próxima me permitía ver la semi selva y la vista de la parte posterior del aeropuerto es horrible. La edificación semeja ser muy vieja, es pequeña, la tarde estaba gris, lloviznaba aún y sentí un sobrecogimiento.
Para colmo cuando recibí mi equipaje, la maleta estaba totalmente empapada en agua, revolcadas mis cosas y mojadas mis ropas. ¿Qué me pondría dado el caso de tener que bañarme y salir de inmediato a trabajar?
Demoramos un rato en los trámites de recepción, hasta que un funcionario del aeropuerto vino y nos dijo que un doctor cubano aguardaba por nosotros. Jorge Lugo, coordinador del proyecto de prevención de la malaria y Teresita Aldecoa, una de las asesoras cubanas que labora en la capital del estado venían a nuestro encuentro. Nos fundimos en sendos abrazos, y salimos al portal a esperar que la lluvia amainara para emprender el viaje hasta nuestro hospedaje.
Después que pasan alrededor de dos horas desde que el avión despegó de Ciudad Panamá, si su destino es Manaos, usted volará sobre las copas de árboles inmensos o del caudaloso cauce del río Amazonas y sus remansos.
Es una visión paradisíaca que quise atrapar para siempre, mantener en mi recuerdo porque nunca antes había tenido el privilegio de ver de cerca “a tantos metros que es imposible definir cada planta” un paisaje semejante. No por gusto el Amazonas es conocido internacionalmente como el pulmón del planeta.
Mi destino era Manaos, no para hacer turismo sino para vivir la experiencia de 45 cubanos, que formando parte de un Programa Plurianual de Prevención y Control de la Malaria trabajan, algunos desde hace varios años, otros sólo uno, en esa gran batalla multifactorial por aliviar el sufrimiento de los amazonenses.
Felizmente el viaje fue tranquilo, aunque la lluvia intensa me impedía hacer fotos desde mi asiento al lado de la ventanilla del avión. La nubosidad era intensa, por momento sentíamos el corcoveo que reproduce cuando la aeronave se introduce en una ligera tormenta. No sentí miedo.
Aún llovía cuando nos acercamos al aeropuerto de destino. Se me hicieron más cercanos los árboles y el río –por momentos no sabes si es mar o río, depende de la vista que alcances desde tu puesto- y pude detallar la vegetación tupida, siempre verde de la selva tropical.
Entonces, comencé a pensar en los animales salvajes y peligrosos; en las tantas veces que mis seres más queridos me habían advertido que usara siempre botas, pantalones ajustados dentro de ellas, camisas de mangas largas para protegerme del sol.
Mas, no tuve mucho tiempo. La pista de aterrizaje estaba frente a mí y decepcionada miré al colega más cercano. No hay asfalto, la cerca alambrada tan próxima me permitía ver la semi selva y la vista de la parte posterior del aeropuerto es horrible. La edificación semeja ser muy vieja, es pequeña, la tarde estaba gris, lloviznaba aún y sentí un sobrecogimiento.
Para colmo cuando recibí mi equipaje, la maleta estaba totalmente empapada en agua, revolcadas mis cosas y mojadas mis ropas. ¿Qué me pondría dado el caso de tener que bañarme y salir de inmediato a trabajar?
Demoramos un rato en los trámites de recepción, hasta que un funcionario del aeropuerto vino y nos dijo que un doctor cubano aguardaba por nosotros. Jorge Lugo, coordinador del proyecto de prevención de la malaria y Teresita Aldecoa, una de las asesoras cubanas que labora en la capital del estado venían a nuestro encuentro. Nos fundimos en sendos abrazos, y salimos al portal a esperar que la lluvia amainara para emprender el viaje hasta nuestro hospedaje.